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FAMILIAS DEL ESTE EUROPEO (Y II)

20 agosto, 2021

Por Iñaki Urdanibia

«Soy tu memoria, padre, lo quieras o no. Pero ésta es también mi memoria, y la historia que he reconstruido empieza cien años antes de mi nacimiento, en 1859, cuando en la lejana y exótica ciudad de Radom nacieron mis lejanos y exóticos bisabuelos»

No podría aplicarse al libro que traigo a colación, aquello que dijese Alfred Jarry al comienzo de su Ubú rey: los hechos se desarrollan en Polonia es decir en ninguna parte, ya que en la presente ocasión, Monika Sznajderman (Varsovia, 1959) en su «Los falsificadores de pimienta. Una historia familiar», editada por Acantilado, nos lleva a la Polonia real, a la del mapa y el dolor. La obra fue finalista, en 2017, del premio Nike, el galardón literario de mayor prestigio de Polonia.

Estamos ante una obra ciertamente potente en la que la escritora busca en periódicos, archivos, cartas y demás, los rastros de su familia, ampliando el radio de sus visitas desde los archivos de la propia Varsovia, prestando especial atención a los del gueto, a Radom, a América y a Australia. De la familia materna conocía bastante, recordaba sus momentos felices junto a ella, la vida cómoda; de la que, sin embargo, no tenía gran, ni pequeña, idea es de la de su padre, ya que éste había mostrado el silencio a la hora de desvelar sus orígenes. Por parte de madre, una familia polaca acomodada, al contrario, la de su padre era una familia judía que fue diezmada en gran parte por la bota del invasor nazi.

La escritora, ejerciendo de avezada investigadora e historiadora, acompaña su reconstrucción en base a las fotografías que obran en su poder, al describirlas va aclarando los personajes que en ellas se ven, y se guía por los gestos, por distintos detalles para ir estableciendo hipótesis acerca de la relación entre ellos. En no pocas ocasiones una pregunta surge en su mente, y la pregunta, ¿cómo serían hoy, si hubiesen sobrevivido?, yendo acompañada esta interrogante con otras que realiza a su padre: «¿Cómo te sientes ahora que vuelven los rostros, los acontecimientos y los lugares? ¿Ahora que, pasados más de setenta años, acuden por la noche a hurtadillas como ladrones para robarte la paz de espíritu y el sueño»; ha de tenerse en cuenta que, en cierta medida, las páginas del libro son una carta al padre, al padre que no le contó nada acerca de los tiempos de la ocupación nazi.

Y su tenaz búsqueda le va llevando a descubrir las vidas de sus abuelos, Amelia e Ignacy, dependiendo del ambiente, conocido también como Izaac o Icek, y sus respectivas vivencias, hasta su divorcio; después el abuelo trató de desmarcarse de su identidad judía, huyendo de aquel entorno y del de otros parientes suyos. Los datos recabados van a servir para, más allá del ámbito familiar, conocer la vida de la comunidad judía y la bestialidad con que fue tratada por el invasor pardo. En la labor, hay momentos y casos en los que la tenaz investigadora se pierde la pista, u otros en los que la vida de algunos llega a su fin por alguna bala perdida, o algunas no tan perdidas. Y echando la vista atrás, retrata el viejo mundo, y abre las puertas al nuevo, al que se dio en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Los progromos, el gueto, la deportación, los trenes a Treblinka y a otros siniestros destinos; e imagina a la abuela Amelia huyendo con Alús y con el padre de la autora, ante la carnicería organizada por el invasor nazi ante el repliegue de los agentes soviéticos de la NKVD. Somos puestos al corriente de la colaboración sanguinaria de las milicias ucranianas, y los cadáveres apilados en medio de las calles. El hambre y los uniformes de diferentes colores: azul marino de la guardia polaca, el negro de los SS, los letones vestidos de verde parduzco… y todos con los fusiles apuntando a la población, «multitudes mudas como las piedras que machaban hacia la plaza de carga y descarga. Aquellas multitudes ya no creían en el valor del alma humana». Mientras tanto la vida polaca centrada en la preocupación por los caballos y las apuestas de las que daban sobrada cuenta los periodicuchos locales, al mismo tiempo que se producían las deportaciones: en un día, de la población en la que habitaban salieron seis mil cuatrocientas cincuenta y ocho personas deportadas, entre las cuales quienes se presentaron voluntarios como Ignacy y Alús. Y la escritora que trata de poblar el vacío, y ofreciendo a su padre el refugio de su memoria.

El ejercicio de memoria continua con la visita a una Radom que no es lo que era, la ciudad fue deportada con sus judíos que en los años treinta constituían prácticamente el tercio de su población. Y asistimos a las oraciones, los rituales y fiestas que allá se celebraban, en un balanceo que sucedió en tiempos posteriores entre el olvido y la memoria; extendiendo la mirada a tiempos más cercanos a la actualidad, a las revueltas de 1976, y a los fantasmas que perduraban de los dos mundos, «dos realidades paralelas que se superponían: dos realidades que funcionaban en el mismo entorno sin tener ni la más remota idea la una de la otra», y la escritora persevera en su recorrido urbano, en un vagabundeo sin tregua, para situar los domicilios habitados por la familia, y los comercios allá instalados, hurgando en el pasado y multiplicando, hilvanando, enhebrando y cogiendo los puntos sueltos, como ella misma dice. Siempre en una perseverante lucha contra los agentes del olvido, de los falsarios que revisan la historia y tratan de borrar las pruebas. Se nos hace observar la liquidación del gueto, y de las liquidaciones de las personas, culpables de existir, novecientos cincuenta y nueve supervivientes, en 1945, ofreciéndosenos fichas de algunos de ellos, que al año siguiente no eran más que unas pocas decenas de judíos aterrorizados.

Y se dirige a su padre, como superviviente, que el azar quiso que corriera mejor suerte que otros muchos que no salieron con vida de los lager, la frontera más remota. Monika Sznajderman se interroga sobre cómo ser capaz de imaginar y expresar aquellas situaciones que no tienen cabal cabida en el conocimiento y en la comprensión, y las páginas dan paso a la Shoá*, al desastre organizado por el nacionalsocialismo, con sus campos de la muerte, y resuena Auschwitz como nombre conceptual del exterminio, calificado por sus promotores y artífices como solución final de la cuestión judía, recurriendo la autora a los testimonios de un raro superviviente de los sonderkommandos, Shlomo Venezia, a Primo Levi, Elie Wiesel, Bruno Bettelheim, y a los análisis de Zygmunt Baumann o Giorgio Agamben, y algunos de los nombrados con anterioridad, sobre los musulmanes de los campos, para dar paso a las reflexiones acerca del mal, de la culpabilidad de los salvados, sobre la zona gris, y a las posibles tablas de salvación para superar aquellas vivencias a las que algunos no supieron, o no pudieron, agarrarse a la vida, levantando la mano contra sí mismos como dijese otro que siguió el mismo camino; Jean Améry… y los nombres de Dawid Rosenberg, Paul Celan, Primo Levi, Bogdan Wojdowski irrumpen con fuerza.

La otra cara de la moneda es presentada en «Todos nosotros nos salvamos, ellos perecieron todos» en donde conocemos a la familia de su madre (Malgorzata, considerada como una santa), familia de la nobleza polaca y sajona, cuya vida transcurre en Varsovia, en Moscú y en Volinia; la autora recuerda la Arcadia perdida de los Lachert, Ciechanki, en una infancia en la que no le faltaba de nada. La casa de la familia se prestaba, no obstante, al refugio de quienes eran perseguidos, ya fuesen judíos y/o de izquierdas. Se nos dan a ver los retratos familiares, y los cuadros pintados por un artista, Kizio, que más tarde sería represaliado por el poder soviético, y se nos detallan sus domicilios tanto en Polonia como en la capital rusa, de donde huyeron tras Octubre. El acercamiento a la familia viene acompañado de una exposición del panorama polaco con sus partidos ultranacionalistas, indisumulados cómplices de la barbarie nazi, y a pesar de ello la vida continuaba su marcha sin mayores preocupaciones como si nada sucediese a su alrededor. De las persecuciones y detenciones no eran víctimas exclusivas los judíos sino también los miembros de la intelectualidad aun siendo polacos; subrayándose que es como si los polacos no se enterasen de lo que pasaba a los judíos, comportándose como si no existieran; postura que por lo general celebraban el vaciar el país de tales parásitos. Las cifras cantan ya que antes de la guerra vivían en Polonia casi un millón de niños judíos de los que sobrevivieron, según cifras muy prudentes, entre treinta y cuarenta mil, la mayoría en territorio de la Unión Soviética. Somos puestos al corriente igualmente del funcionamiento del Estado Polaco Clandestino, y de las tendencias de izquierda de la familia con la excepción flagrante del hijo pequeño, Zymunt Lachert, que fue un militante activo del movimiento nacionalista, ultra-católico a machamartillo y anti-semita… quien más tarde, en 1947, sería juzgado y condenado a cadena perpetua, por sus fechorías… Por cierto, su hermano militaba en el Partido Obrero Polaco, y cuando este alcanzó el poder, llegó a ocupar puestos de responsabilidad ministerial.

Dos mundos, impermeables, retratados en una Polonia que Monika Sznajderman pinta con detalle, en abierto combate contra las trampas de los revisionistas de la historia, de asesinos de la memoria hablaba Pierre Vidal Naquet.

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( * Los problemas del nombrar.

A lo largo del libro se emplea el término holocausto, al igual que en otras muchas obras sobre el tema: término impuesto por el uso y el abuso. No es la primera vez que lo señalo, y seguro que no será la última, pero quizá es que se me haya contagiado aquello de Voltaire: seguiré diciendo lo mismo, hasta que no cambiéis de actitud, en el presente caso sería más que la actitud, la palabra, aun estando convencido de que es una batalla perdida, si no lo digo… y tampoco es cuestión de quedarse en un estado de insatisfacción.

A la hora de nombrar el genocidio de los judíos, el plan de exterminarlos, con el fin de limpiar el pretendido tejido ario de impurezas parasitarias, política asesina decidida en la conferencia de Wannsee el 20 de enero de 1942, a la que denominaron “solución final de la cuestión judía ” (Endlösung der Judenfrage).

Fue a partir de 1978, a raíz del telefilm , por entregas, americano, Holocaust, realizado por Marvin Chomsky, que obtuvo un gran éxito en los USA (ciento veinte millones de espectadores), ampliando su eco a otros veinte ochos países, con especial relevancia en la República federal alemana, el nombre utilizado pasó a ser el término al que me refiero, el empleado en la obra leída, término tomado de la Biblia, para referirse al sacrifico nombrádose en el Levítico(6, 9), y que etimológicamente significaba quemar todo (del griego: holos = todo / kaustos = quemar). En 1985, la película de Claude Lanzamann, Shoah, hizo que la expresión tomase carta de naturaleza en Francia y en Europa en general; el sustantivo hebreo designa en la Biblia una catástrofe repentina, devastación provocada por la cólera de Yavé o por un enemigo (se nombra en los libros de Ezequiel, Isaías, Job, etc.). Así las cosas, la primera manera de nombrar responde a la locura racista nazi, de modo y manera que se ha de rechazar tal término genocida; con respecto a lo segundo término, parece – al menos a mí me lo parece (y conste que no sólo a mí, léase a modo de ejemplo la opinión de una brillante e indiscutida especialista en el tema, Annette Wiervioka, dice en su Auschwitz explicado a mi hija, Debolsillo, 2001; p. 42: «En Estados Unidos sólo utilizan la palabra “holocausto”. A mí no me gusta. Significa “sacrificio por le fuego” y puede dar a creer que los judíos se sacrificaron, o fueron sacrificados, a Dios. En 1985 el cineasta Claude Lanzamann produjo una curiosa obra maestra… Le puso el título un término hebreo, Shoah, que significa “destrucción”. La Shoah es otra forma de denominar el genocidio de los judíos, que no se reduce a Auschwitz»). El uso del termino tergiversa la realidad de los hechos: los sacrificios rituales realizados para calmar a los dioses o al todopoderoso Yavéh, en concreto, iban dirigidos a un supuesto ser superior, quienes lo ofrecían lo realizaban con el fin de complacer o calmar a los dioses (veamos el caso de Abraham e Isaac, que se libró de las llamas a última hora); en el caso que nos ocupa no hay dios que valga, ni nadie que ofrezca el sacrificio a tal ser superior, los nazis llevaban a los judíos a las cámaras de gas para mantener la higiene del limpio y puro pueblo germano, contra la suciedad judía, y las víctimas no se ofrecían a sí mismas. Así pues, rechazadas las dos primeras opciones, nos vemos enfrentados con la tercer término, Shoah, al que puede ponerse la pega de que al ser un término hebreo parece dejar fuera a otros exterminados y perseguidos por la furia parda (gitanos, homosexuales, prostitutas y otros seres con comportamientos desviados, y/o de izquierdas), si bien también se puede argumentar a su favor que , sin pretender crear un hit-parade de los asesinados, fueron los judíos los más castigados por la acción nacionalsocialista, y, en ese orden de cosas, el término parece ser el más adecuado; dejando de lado la posibilidad de englobar, en uso de una metonimia, bajo el nombre de Auschwitz, a modo del uso deleuziano de los personajes conceptuales, toda la empresa criminal de los nazis extendida en otros campos de exterminio (Chelmnno, Soribór, Treblinka); en amplitud de las instalaciones y de las muertes fabricadas , sin lugar a dudas el lager de Auschwitz (con sus sucursales de Monowitz y Birkenau).

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